Cualquiera que haya navegado por Instagram o Twitter habrá podido toparse con un hilo que reflexiona acerca de cómo el minimalismo y la ausencia de detalle han ido destruyendo poco a poco la identidad cultural de las ciudades. En él, se comparan elementos arquitectónicos y decorativos del pasado con sus homónimos actuales: las representativas cabinas telefónicas londinenses, sustituidas por estructuras grises, frías e impersonales; los bancos que adornaban antaño las calles, ahora convertidos en bloques de cemento grises; o el contraste entre una casa con diferentes colores, estructuras y alturas y las, cada vez más frecuentes, casas de hormigón blanco.
Y es que el minimalismo, un movimiento que aboga por la simplicidad y la reducción de elementos innecesarios, ha dejado una huella innegable en la arquitectura y el diseño urbano de los últimos años, siendo una de las corrientes más empleadas por arquitectos y diseñadores de todo el globo. Y, si bien es cierto que este movimiento ha aportado muchas ventajas en términos de eficiencia y estética y que su uso consciente ha supuesto toda una reforma en los estándares arquitectónicos, también ha generado un debate sobre si su enfoque en la simplicidad ha destruido la esencia de las ciudades, convirtiéndolas, poco a poco, en réplicas unas de otras y eliminando sus caracteres diferenciales.
No se trata, pues, de hacer una crítica a este movimiento que, como ya hemos dicho, ha supuesto toda una revolución en el mundo de la arquitectura y el diseño. Sino más bien de analizar si su uso inconsciente ha inferido en una pérdida de carácter y de personalidad. Al fin y al cabo, uno de los rasgos distintivos del minimalismo es la ausencia de detalles y el enfoque en la funcionalidad y en una estética sencilla. Y es, precisamente, en esa ausencia de detalle donde la identidad de las ciudades se pierde.
Volviendo al ejemplo de las cabinas telefónicas de Londres, estas se han convertido en todo un icono de la comunidad londinense, formando parte, no solo de su identidad, sino de su historia y de su legado. No obstante, las nuevas cabinas de teléfono, despojadas de cualquier elemento ornamental, son, simplemente cabinas. Sencillamente existen. No hay nada remarcable en ellas, no pasarán a la historia como un elemento identitario de la ciudad. Se dedican a cumplir su función. Y no pasa nada, si se trata de un elemento puramente funcional.
Sin embargo, si todos los elementos arquitectónicos pierden su ornamentación, ¿no incurrimos también en una despersonalización de las ciudades? Al desaparecer por completo todos aquellos componentes estéticos que conforman el carácter de una ciudad, ¿no se acaba perdiendo el patrimonio cultural de su comunidad?
Minimalismo en el urbanismo de las ciudades
Una de las manifestaciones más evidentes del minimalismo en las ciudades es la arquitectura de los edificios residenciales y comerciales. En lugar de la diversidad de colores, formas y texturas que solían adornar las fachadas, muchos edificios minimalistas adoptan una paleta de colores neutros y líneas limpias. Esto, a menudo, se traduce en una apariencia uniforme en toda la ciudad.
Al adoptar un enfoque simplificado, los edificios tienden a fusionarse y a perder la individualidad que antes los hacía únicos, provocando que las ciudades sean cada vez más homogéneas y carezcan de carácter distintivo. Incluso las grandes urbes, antes marcadas por la fastuosidad de sus edificios más insignes, ven continuamente cómo su identidad local se desvanece con la estandarización de diseños que podrían pertenecer a cualquier lugar del mundo.
Y es que, como ya hemos mencionado, una de las características principales del minimalismo es la de poner la funcionalidad en primer plano. Y, si bien esto supone un gran beneficio en término de eficiencia, a menudo se logra a expensas de la estética y el carácter cultural de las ciudades.
El impacto del minimalismo en las viviendas
Como la implacable Miranda Priestly decía en “El diablo viste de Prada”, todo aquello que los grandes diseñadores exponen en sus colecciones termina llegando, tiempo después, a los grandes almacenes donde el ciudadano raso compra. Y lo mismo ocurre en la arquitectura. El minimalismo, corriente empleada en primer lugar por los arquitectos y diseñadores del mundo, termina llegando a las empresas de producción de muebles donde el ciudadano de a pie compra el mobiliario de su casa.
¿Y esto que significa? Que hemos visto como, poco a poco, todas aquellas grandes corporaciones del sector han llenado sus catálogos de muebles carentes de personalidad. Formas simples, ausencia de color y la funcionalidad como premisa principal.
Esta nueva línea de mobiliario se publicita de tal manera que el usuario recibe cada vez más inputs y estímulos, llegando a alterar su percepción e, incluso, sus gustos. Y esta homogeneidad, finalmente, se traduce en que, al igual que ocurre con las ciudades, los hogares se estandarizan, despojando la decoración de los mismos de toda personalidad.
Atrás quedaron, por tanto, los tiempos de Dorothy Draper o Iris Apfel, cuando la decoración de un hogar era la extensión de la personalidad de su dueño/a y su carácter y forma de ser se podían palpar en cada rincón y en cada detalle.
El debate continúa
El debate sobre si el minimalismo ha destruido la esencia de las ciudades y de nuestros hogares sigue siendo un tema candente en la arquitectura y el urbanismo. Y es que, si bien esta corriente ha traído consigo muchas ventajas, incluyendo una apreciación renovada por la simplicidad y la funcionalidad, también ha generado una pérdida de riqueza visual y sensorial en nuestros espacios.
Probablemente, como en todo, el desafío radique en encontrar un equilibrio: una simbiosis entre la simplicidad y la ornamentación, entre la funcionalidad y la estética. O, lo que es lo mismo, el uso consciente del minimalismo sin comprometer la esencia y la identidad cultural de nuestras comunidades.